El 21 de marzo es el día en que se celebra mundialmente la poesía. La UNESCO, desde 1999, fijó esa fecha para conmemorar esta expresión íntima y sutil de la palabra. Aprovechemos la ocasión, entonces, para compartir algunas reflexiones sobre el ser de la poesía y ratifiquemos la importancia de leerla, animarla y hacerla parte de nuestro equipaje existencial.

Ilustración de Vladimir Kush.

Ilustración de Vladimir Kush.

Épodo
                                           
Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
esa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala cómo traza
en muros de cristal amores de agua!
 
José Gorostiza
 

Las escuchamos, como cascabeles o campanillas, pero al ir a tocarlas o ponerlas en la página, se nos pierden, se nos evaporan las palabras. No nos queda de ellas sino un vago rumor, una resonancia que se confunde con el ulular del viento o el temblor de las hojas en los árboles. No son posibles de detener; fluyen, divagan, aletean y se desvanecen tal como vinieron: de repente, de forma inesperada. El poeta sabe que el logro de su tarea es, la mayoría de las veces, un milagro; por momentos, la asocia con un herrero que golpea en su yunque sólo ausencias. Hay mucho de azar en su oficio de forjador de palabras. A veces puede tener suerte y retener por un momento esas presencias invisibles y cantoras; pero es por un instante. Pasada esa epifanía –porque las palabras revelan algo sagrado–, después de la conmoción o la alegría de haberlas visto o sentido su brisa acompasada, el poeta se queda de nuevo con un anhelo entre sus manos, con una pluma apenas de aquel vuelo de palabras.

Mayakovsky decía que él las sentía venir como un “ritmoretumbo”; Borges pensaba que eran como un llamado que lo asaltaba en cualquier parte. Cada poeta tiene su particular manera de escucharlas. A veces están ahí, cotidianas, en las voces que oímos en la calle o sirven de moneda para nuestras relaciones. También pueden ya venir con una música y una medida. En ese caso, no vienen solas; parecen más una línea de alcatraces o un racimo de frutas colgadas de un frondoso árbol. Cuando así se escuchan las palabras, es cuando más los poetas confirman la existencia de la inspiración; es decir, la intromisión favorable de un daimon o musa que vocifera al oído del escritor sus melódicos mensajes. Tal hecho, desde tiempos inmemoriales, es considerado un privilegio, un regalo de los dioses. Las palabras que así son escuchadas pueden ser marcadamente oscuras o tan simples que obligan al poeta a traducirlas o completarlas; y en esas adendas realizadas pueden estropearse o confundirse con la propia voz del escritor. Ese es el peligro. Otros poetas han escuchado el ronroneo de palabras en los castillos de mil cuartos que son los diccionarios o hablar a media lengua en sus sueños, como suele ser la forma de comunicarse nuestra infancia. Son variadas las maneras de escuchar a las palabras: Drumond de Andrade recomendaba, antes de cualquier cosa, tener paciencia para entrar sordamente en su reino; y Octavio Paz, en cambio, daba el consejo de cogerles el rabo para que chillaran sus pasiones inconfesas.

A pesar de compartir en su esencia varios de esos planteamientos, yo creo que la mejor forma de oír a las palabras es el silencio. ¿No fue acaso San Juan de la Cruz, el que acuñó la fórmula de escuchar la música callada? Pues de eso se trata. De afinar el oído, de atender, de entreoír las infinitas voces del silencio. Tal vez haya que aclarar este punto: nosotros suponemos que el silencio es una mole, una montaña rocosa; pero estamos equivocados: el silencio es poroso y llenos de intersticios. El silencio se parece más a un panal de abejas o a un arrecife de múltiples corales. Lo que pasa es que nuestro oído no está capacitado o habituado para percibir tales sonidos. El poeta sí, al menos ese es su propósito. El silencio: recuerdo un letrero puesto arriba de un árbol en la isla de la Cocora, en Nariño, donde decía precisamente que “el silencio era un millón de sonidos”; según eso, el silencio alberga en su seno todo lo que suena; y por ser tan pródigo y dadivoso, parece callado o insonoro. El silencio se asemeja al color blanco, a ese tinte incoloro que, sin embargo, contiene todos los colores. Además, las frecuencias en que habla el silencio viajan a velocidades prodigiosas, de allí que capturar un sonido o un ritmo de ese mundo, sea una verdadera felicidad. Y es a eso que se dedican los poetas.

Siendo su ambiente natural el silencio, hay palabras que se van diluyendo con el tiempo. Es como si ya nadie las escuchara; o como si la frecuencia en que manifestaran sus demandas necesitara la clarividencia de los murciélagos para atraparlas en el aire. Valga confesar en este momento algunas de ellas: la “gurbia”, padecida tantas veces por mi padre, cuando era un niño pobre; las “dolamas”, tan constantes en los huesos cansados de mi madre; el “achajuanarse”, un desaliento cercano al esfuerzo supremo de los campesinos de las altas montañas del Tolima; y los “arritrancos” y los “arremuescos” que andan de aquí para allí sin hace nada… Todas esas palabras, se han vuelto a agazapar en los socavones del silencio hasta que de pronto, nazca algún poeta que pueda ser sensible a sus agónicos llamados.

Desde otro lugar, esencialmente humano, provienen unas palabras entrecortadas y muy cercanas al chillido de las bestias salvajes. Son los quejidos y los ayes de dolor, los lamentos, los gemidos o el balbuceante lloriqueo. Estas palabras –sí así podemos llamarlas–, a diferencia de sus hermanas las hijas del silencio, irrumpen desbordantes y gritando a todo pulmón su tormentosa existencia. Y es tan estentóreo su alboroto que los poetas deben colocarles, a manera de barrera protectora, dos signos de admiración, bien fuertes. Lo particular de estas palabras es que están en el corazón de cada persona; no hay manera de tenerlas o agruparlas en un lugar colectivo. Por eso también es tan difícil apresarlas, pues su nacimiento o aparición es algo que los hombres evitan a toda costa. Los seres humanos procuran por todos los medios alejar estas palabras, o meterlas dentro de una burbuja que no deje salir su pregón aturdidor. Sin embargo, siempre tendrán la oportunidad de mostrar su bulla quejumbrosa, su letanía atronadora, cuando los seres humanos enferman gravemente o cuando la desgracia los convierte en presa de sus voraces perros. El poeta, se esfuerza compasivamente por oír las imprecaciones ajenas pero, sobre todo, está alerta a registrar los balbuceos agudos y latentes en su corazón.

Hay, finalmente, otras palabras imposible de guardarlas en el pabellón de una página. Son palabras como las del nombre de un dios, o aquellas otras que tan sólo bullen en nuestro pensamiento; las que nunca decimos. Hay palabras que no tomaron cuerpo, que apenas fueron embrión de voz, allá en la placenta de nuestra mente. También hay palabras que las personas se llevan a su tumba, sin decirlas. Y están las palabras que el exceso de temor o la suprema inocencia imposibilitan articularlas en nuestros labios; palabras-mueca pero sin cuerdas o pieles percutientes. Palabras mudas, llenas de encanto y misterio. De todas estas palabras, de su impenetrable mutismo, el poeta procura hallar algún indicio, se arriesga a descifrar su código secreto. Puede que sea inútil esta empresa, pero es su deber como adivino del aire interpretar cantando las tácitas palabras del enmudecimiento.