Ilustración de la norteamericana Jessie Willcox Smith

Ilustración de la norteamericana Jessie Willcox Smith

La lectura es una de las formas de alcanzar la libertad. Es tanto como aprender a volverse incorpóreo, liviano, volátil. Leer es aprender a conocer la geografía de lo ilimitado, de ese vasto paisaje donde todo puede germinar, donde nada tiene cortapisas ni frenos para desarrollarse como posibilidad. La lectura nos nutre con un alimento especial, un vigoroso pan que nos da ánimos para ir en pos de lo inédito, de lo nuevo o lo inexplorado. Quien se nutre de lectura tiene una fortaleza interior para ir más allá de lo inmediato, de lo apenas justo y necesario para estar tranquilo. Porque cuando se ha crecido alimentado de ese seno lector, se tiene menos miedo en el corazón, más capacidad de riesgo en el espíritu. Y ninguna  tierra, entonces, se nos antoja propicia, y ninguna cosa nos parece suficiente. Porque hay como una intranquilidad esencial, una desazón general, un deseo de salir, de caminar, de permanecer en una diáspora continua. Porque leer es una de las manifestaciones de la inquietud; porque leer y estarse quieto son antónimos; porque la lectura nos lanza, nos saca, nos avienta al vértigo infinito de los cielos, al insondable mar de lo desconocido.

Es que leer es otra manera de sortear el olvido, otra forma de conjurar la condición esencial o la materia de que estamos hechos. Quien lee trasciende la finitud que le es propia; va más allá de su destino o su condición temporal para abrazar las voces de lo intemporal o de aquello que, en cuanto trascendente, compete a lo estrictamente humano. Porque cuando leemos nos hacemos hermanos de toda la especie; la lectura nos provee de una filiación en donde no importa la raza, ni el lugar, la lengua o la distinción de clases. La lectura nos permite retrotraer el tiempo, jugar con él, ser dueños de ese gigante padre que, según los designios de los dioses, busca devorarnos.

Pero la lectura, además, es como una gran caja de maquillaje, un artilugio para asumir muchos rostros, para transmutarnos o transformarnos a nuestro antojo, para adquirir el don divino de la metamorfosis. Quien lee alcanza el mimetismo perfecto, se confunde o se refunde, tiene más de una identidad; es polifacético, polifónico, plural. La lectura nos permite convertir el yo en un nosotros; nos torna hábiles para convivir con toda esa legión de personajes que habitan en nosotros mismos, con toda esa suerte de actores que viven bajo el mismo teatro de un nombre, un lugar y una fecha de nacimiento. Quien lee se multiplica, cambia, se renueva. Porque toda lectura es una forma de resurrección. Y en esta abundancia, en esta profusión de rostros, hay tal riqueza que, por eso mismo, la lectura es el recurso más genuino del pobre, del débil, del necesitado, para suplir o remediar esa zona de carencia, ese desnivel que a bien tuvo la naturaleza o la fortuna otorgar como una condición hereditaria. Quien lee restituye el principio de igualdad entre los hombres.

Y ni qué decir del goce inherente a la lectura. El goce de leer, esa otra manifestación de la felicidad. Porque leer es una forma de gozar, un placer de los sentidos y de la imaginación; un invento, un gusto, un deleite tan cercano a la dicha perfecta; un acto de voluptuosidad, una alegría, un éxtasis. Porque saber leer es aprender a estar fuera de sí; porque leer es tanto como saborear una golosina hecha para nuestros más secretos apetitos. Y quien lee busca la felicidad, y la felicidad es el mandato supremo, la tarea mayor que los seres humanos venimos a cumplir en este mundo.

(De mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura, Kimpres, Bogotá, pp. 291-292).