Al que investiga no lo mueven las certezas sino las incertidumbres. Se investiga porque nuestra zona de carencia es superior a la de nuestras satisfacciones. Investigamos porque tenemos algunas hipótesis, algunos indicios, pero sobre todo, porque hay dentro de nosotros una especie de desazón, de intranquilidad, ante la infinidad de preguntas que nos dan vueltas en la cabeza.

Pero navegar sobre ese mar, mantenerse en pie sin derrotarse ante el primer escollo, requiere un tipo de espíritu con ciertas características. Primero, tener corazón de aventurero; una capacidad para el riesgo y un vigor para sortear copiosas tormentas o interminables noches en vela. Sin ese corazón aventurero, sin ese talante de Odiseo, la investigación que empecemos, nuestra búsqueda, no sobrepasará los lugares conocidos, y nos quedaremos dando vueltas en los remolinos de cumplir con el requisito.

De otra parte, es necesario poseer o recuperar cierto temperamento lúdico. Ese humor juguetón y festivo es supremamente decisivo sobre todo cuando las rutas trazadas en un comienzo no dan resultado, o cuando en lugar de grandes aciertos lo que tenemos son toneladas de errores. Lo lúdico permite, además, a un grupo de investigadores convertir los conflictos inevitables de todo viaje en escenarios para la socialización o el baile; lo lúdico nos hace más tolerantes, más flexibles con nuestros compañeros de aventura.

Y aunque vayamos en pos de una tierra, aunque tengamos como norte algún «dorado», hay algo inasible, incontrolable en toda investigación: los propios avatares del viaje. A lo largo de  nuestro proyecto estaremos expuestos a un sinnúmero de eventualidades, desde el cambio de los vientos hasta la diversa fuerza de las olas. Esa es otra de las características de todo buen investigador: la de aprender a trasegar habitualmente con lo inesperado. Sin desesperos ni amotinamientos, y manteniendo la fe en no perder de vista las estrellas.