¿Qué podemos hacer los educadores frente a la creciente irracionalidad de nuestros estudiantes?, ¿cómo ayudarlos a cualificar la toma de sus decisiones vitales y prevenirlos del entreguismo a las demandas del consumo y la  alienación farandulera de la televisión? ¿Cuál es el camino para sacarlos de la pasividad y el conformismo, el mermado espíritu crítico, el fanatismo y la falta de juicio al momento de elegir a sus futuros gobernantes?

Desde luego, son varias las cosas que podemos hacer los maestros. Pero una de las más importantes es la de contribuir al desarrollo de su pensamiento. John Dewey, precisamente, ya había advertido de esta labor prioritaria de los centros educativos: aquella de activar la actitud reflexiva, la curiosidad, la inferencia y la comprensión. Si deseamos que nuestros alumnos pasen de lo concreto a lo abstracto tendremos que enfocar nuestro quehacer docente al análisis, el juicio y el trabajo con conceptos.  No es favorable para los educandos y para la sociedad seguir subrayando una formación centrada en los contenidos y poco en la resolución de problemas y el dinamismo del preguntar.

Ahora bien, desarrollar el pensar en nuestras aulas implica, entre otras cosas, formar a las nuevas generaciones en la escucha activa hacia asuntos que el mundo de hoy trata por todos los medios de hacérselas parecer secundarias o poco relevantes: un proyecto de vida, el discernimiento, la prudencia, la diferencia entre lo esencial y lo accidental, la profundidad de su existencia. Si en verdad anhelamos que el pensar sea habitual en nuestras clases es fundamental luchar contra la indiferencia. Esa fue la lección mayor de Heidegger  al advertirnos que “si nada nos preocupa muy difícilmente desarrollaremos nuestro pensar”. No podemos dejar, entonces, que los estudiantes le den la espalda a la lógica en sus argumentaciones, a la fortaleza o fragilidad de sus percepciones o creencias o a los procesos de pensamiento que posibilitan ir más allá del sentido común y la frivolidad individualista de los tiempos posmodernos.

Es irresponsabilidad de los educadores continuar siendo cómplices de la soñolencia intelectual y la flojera académica. Por el contrario, nuestras aulas deben ser un lugar en el que la reflexión continuada, la meditación y los elementos de juicio lleven a que los discípulos sospechen, proyecten, recapaciten, examinen, relacionen lo que les pasa y sucede a su alrededor. Por lo mismo, tendremos que enseñar también la introspección y la atención focalizada. Cómo no recordar ahora a Matthew Lipman, su programa de filosofía para niños y sus propuestas para el pensamiento crítico y creativo; Lipman que nos dio luces sobre la importancia de tener criterios –esos “factores que guían nuestras vidas”– y nos evitan la “servidumbre cognitiva”.

De otra parte, si deseamos fortalecer el pensar en nuestras escuelas, es urgente cambiar nuestras metodologías de enseñanza. Necesitamos darle más protagonismo a las pedagogías activas, fortalecer las estrategias y métodos en los que las hablas plurales (el debate, el panel, el foro) dinamicen la conversación argumentada y la variedad tópica contenida en la retórica clásica. El familiarizar a nuestros educandos con los dilemas morales es otra vía para favorecer el juicio y el discernimiento sobre asuntos éticos en los que entran a jugar los valores y el responsable ejercicio de la libertad. Si queremos que el pensar esté en primera línea de nuestra enseñanza debemos también promover más la investigación y menos la simple recolección de información; hacer que la corrección de un trabajo o una tarea sea un objetivo importante de nuestra ruta de enseñanza. De igual manera, preparar frecuentemente ejercicios metacognitivos para que el aprendiz descubra que la planeación, la regulación y la evaluación son recursos indispensables si quiere ser más consciente y autónomo en sus procesos de pensamiento.

Y como el pensar está íntimamente relacionado con asimilar y potenciar una tradición, es vital que los educadores ideemos mecanismos para que la información recibida sea sometida a la réplica, el contraste, el análisis, la transposición o la derivación. Los alumnos no deben quedar enmudecidos ante las voces del pasado, sino –por el contrario– estar animados para contrapuntear ese legado expresado en diferentes fuentes. Lo peor es el silencio o el desentendimiento de nuestros discípulos. Si se pierde de vista que estudiar es, de alguna forma, un escenario intelectual para debatir ideas, el pensar de los estudiantes seguirá anquilosado o manteniendo la limitada y pasiva mentalidad de los receptores resignados e indiferentes.

Toda esta propuesta por enseñar a pensar se convierte en una obligación en los estudios de educación superior. Quienes son estudiantes de posgrado tienen el compromiso de producir conocimiento. Para ello adelantan proyectos de investigación y tienen el deber de expresar sus ideas en textos escritos; y por eso sus clases son en seminario, como un medio estratégico para la conversación razonada y la lectura crítica de textos. A los alumnos de posgrado se les exige tener un método para alcanzar un objetivo, dominar distinciones conceptuales y tener un repertorio reflexivo con el cual puedan analizar su propia práctica y plantear alternativas de solución a un problema o una dificultad en su profesión. Un posgraduando, en suma, es alguien que ha adquirido las suficientes habilidades de pensamiento para redireccionar su actuar y transformar su entorno. Quizá allí estribe el sentido de cursar estudios superiores: el de asumir en serio los deberes de la mayoría de edad de nuestro pensar.