Allá, con mi viejo, camino hacia Capira

Allá, con «mi viejo», camino hacia Capira.

Hay ocasiones en que cobran mayor intensidad los recuerdos. Se vienen con toda su fanfarria y desplazan la atención y las ocupaciones del presente. Tal irrupción puede ser ocasionada por una charla ocasional, la escena de una película, la casual escucha de una canción o el encuentro inesperado con un objeto casero. Es como si los recuerdos tuvieran un campo de irradiación que, al ser tocados por un hecho insignificante, emitieran un sonido audible solo por nuestra memoria. Porque esa es otra particularidad de esta intrusión del pasado: únicamente tiene significado para una conciencia particular. Los recuerdos se muestran silentes para los demás, pero bulliciosos y con rostro propio para una persona específica.

A veces, lo que viene como una oleada es la presencia de un ser querido fallecido ya hace varios años. Su voz o sus gestos reaparecen diáfanos, vívidos en nuestra mente; recuperan, por decirlo así, una fuerza escénica que pone nuestros sentidos alertas y hace que los sentimientos ocupen la totalidad de nuestra atención. En esos instantes o durante ese tiempo recuperamos del ser perdido su esencia vital. Reaparece su presencia en una etapa o en una situación específica de nuestra vida. Puede ser en la infancia o durante nuestra juventud. Quizá en un período de la edad adulta. Sea como fuere, lo que el recuerdo nos devuelve es una fotografía instantánea de un vínculo, de un lazo afectivo que se mantiene intacto a pesar de los años o sobrenadando los mares del olvido.

Pero lo más interesante de esas apariciones es que despuntan en nosotros una carga emocional que bien puede llenarnos de regocijo o ponernos nostálgicos. Nos regalan la alegría de recuperar por unos minutos la persona fallecida y, a la vez, nos reiteran la evidencia de su pérdida. Tal ambigüedad es la que genera en nuestro espíritu esa doble sensación de festejo y tristeza, de cercanía y lejanía, de reencuentro y despedida. En todo caso, esos recuerdos nos tornan frágiles. Abren de nuevo álbumes que parecían olvidados y hacen audibles voces enmudecidas por el martilleo incesante de la vida cotidiana.

Es tal la fuerza de esas inesperadas remembranzas que logran sacarnos de sí; provocan una especie de dimensión extraña en la que, como si fuéramos pasajeros estelares, viajamos a épocas pretéritas. Son una cabal ensoñación, con todo lo que ella tiene de carga emocional y despliegue de la imaginación. Al acceder a esos recuerdos experimentamos una genuina vivencia. Somos transportados y transformados por esa fuerza rememorativa, así sea durante unos minutos. Sin embargo, el impacto es tan fuerte que todo nuestro psiquismo queda conmovido, al igual que las réplicas de un terremoto de gran magnitud.

Claro está que esas súbitas apariciones no pueden ser provocadas a voluntad ni emergen en todo momento. Hay un cierto capricho en la forma de manifestarse. Son determinados hechos, específicas actitudes, singulares comportamientos. Dichos recuerdos operan de manera diferenciada, quizá en la misma proporción de la impronta dejada por esos seres amados en nuestra existencia. Puede tratarse, entonces, de una particular manera de relacionarnos con un padre, o el modo singular de enfrentar la vida de nuestra progenitora o las originales manifestaciones de cariño prodigadas por una pareja o el saludo inconfundible de algún hijo. Son esas cosas y no otras las que de pronto retornan a nuestra memoria.

Es probable que la creencia en las almas o en las ánimas esté asociada a este inesperado modo de surgir del recuerdo. Nace de mantener vivos en nuestra memoria aquellos seres que han formado parte esencial de lo que somos. Es una especie de tributo de la especie a sus antepasados. Y tal como hay una memoria genética contenida en nuestros cromosomas, de igual modo el recuerdo cumple ese papel de ligar nuestro presente con el remoto ayer. Sin embargo, y aquí está lo interesante, esa memoria es selectiva. Solo van guardándose aquellas marcas fundacionales que nos constituyen, esas huellas esenciales de nuestra identidad. Y son esas improntas las que conservan intacto su verdor, su frescura rememorativa. Esos recuerdos terminan impregnando nuestra piel y nuestra mente como cicatrices que nos acompañarán hasta el final de nuestra vida. Lo demás, se irá perdiendo poco a poco o diluyéndose con el pasar de los días.

Tal vez por eso son tan preciados estos momentos en que despuntan aquellos recuerdos. Porque nos confirman que esas personas siguen vigentes y rotundas en nosotros, porque muestran su jovial contextura a pesar del tiempo transcurrido, porque continúan renovando lo fundamental de un vínculo filial o amoroso. Lo imprevisto de esas evocaciones nos certifica la valía del legado recibido y, al mismo tiempo, muestra el temple de nuestro corazón para salvaguardar dicha herencia.